A propósito de El vuelo de la locura, de Raquel Virginia Cabrera

Por José Alejandro Peña


Los poemas de El vuelo de la locura, de Raquel Virginia Cabrera, entrañan un juego que es también, como toda ejemplar proporción o tentativa poética, una trampa y un desafío  mediante símbolos y enunciados eróticos y espirituales, que ironizan, tiranizan, provocan, seducen, convocan al otro de sí mismo que, a su vez, se rinde ante la desemejanza de su semejante: la carnada ofrecida a los hombres y a los dioses termina siendo un pacto marginal, una forma de postergación de la nada en la nada y, no otra cosa que un pacto de la sangre, del yo puesto a prueba en y desde la palabra encarnada, desencarnada. Palabra al desnudo, implicada en su propia alucinación y deseo. El deseo de ofrecerse, no como un reducto del ser, de la palabra y su esencia, sino como una prolongación en el goce mismo de aquello que se rinde a la libertad de vivir el único instante posible: el de la totalidad de la fusión entre cuerpo y alma, voz y palabra, sonido y movimiento, caos y equilibrio.

Se ofrece, a lo largo de este libro, una serie de imágenes hermanas, que tienen en común expresar el deseo de una expresión que desborda su propio clímax, como la chispa que, al hacer contacto con la pólvora, hace volar un universo interior o marginal, es decir, la poeta aquí nombrada (Raquel Virginia Cabrera) hace suyo un lenguaje que preexiste en el tiempo mismo de su interioridad expuesta de continuo, a voluntad de su ética y de su estética, al nunca estático dominio de entregarse a los peligros que le sirven de estímulo y de razón de vida en y por la palabra.

La imaginación juega a ponerse trampas en las que ella misma cae a veces, con cierta inocencia, con cierta orientación imposible, pero la más de las veces, es notoria su fuerza y su elegancia, su profundidad y sus modos de hacer sentir la cosa, el meollo, el golpe, la cortada. El lenguaje que hermana  a estos poemas es un lenguaje del tiempo, su eje gira en torno a distintos tópicos y climas aún dentro de un mismo poema, hay un todo transcurriendo, un hecho múltiple guiado por una sola enunciación o brote de la sinceridad, de lo unívoco, de lo concentrado, de lo que sólo el roce puede dar real testimonio de locura, de empatía y de disparidad entre lo que se desea ser y lo que se es o se ha sido.

Ningún ofrecimiento es legítimo si deja de implicar (complicar) destilar el ofrecimiento de uno mismo, así el ofrecimiento no es del cuerpo sino también del espíritu. Lo que se ofrece —como en un ritual de Circe, la maga homérica a quien Ezra Pound llamó "la diosa bien peinada— es aquello que el hombre no ha sido capaz de percibir, la belleza indescubierta.  No se puede ofrecer menos que la belleza y el reflujo de los encantamientos o embrujos de una deidad del habla que solamente la imagen más alucinada y rara, expuesta a la desazón y a la incomprensión, puede penetrar. Lo que se pide es la penetración, el goce y la perennidad del goce, por eso el cuerpo es el símbolo por excelencia de todo lo imantado entre lo personal y lo colectivo. En este libro lo colectivo es tan personal como tan personal lo colectivo. Lo que puede expresar en síntesis extremas la historia de una vida, también expresa la historia de la vida de un conjunto de individuos que, si bien llegan al grado de colectividad, se debe, precisamente a lo que tienen en común su comportamiento y su lenguaje, su costumbre y el deseo de abolir aquello que, psicológicamente los separa, como el agua que separa las partes de un terreno para ser, entonces el río y sus dos orillas. En este libro las orillas son tan lejanas y el río es tan ancho, que no se puede llegar abarcar en toda su totalidad sin incurrir en algún equívoco o tropiezo.  La profundidad del poema, de un poema cualquiera de los que hay en este libro que la ostente como una flor silvestre —alguien diría una flor o un pétalo baudelaireano— se sucede sin intención ni alardes, lo cual no quiere decir que su autora no se haya percatado, viene dada en los detalles de la expresión pura o de la pura expresión existencial con toda la rebeldía de la hora presente que estampa y conduce como quien va conduciendo una procesión de imágenes desobedientes. La ironía, de acuerdo a Rilke, no vale lo que merece ni merece lo que vale, no son esas exactamente sus palabras, pero es lo que yo cacto de su legítima expresión e incluso llega a considerarla impropia del buen artista. Hoy —y desde hace muchos años— la ironía ha sido un ingrediente vital para expresar el humor o poner cierto color a lo que está tan desteñido o deteriorado por falta de mejor sustancia o condimento. Pero no me voy ahora a pelear con Rilke que muchas razones tuvo al expresar su idea del poeta ideal.  

Ironía es belleza. Y viceversa. Pero no siempre es así, que algunas bellas cosas no lo son más que en apariencia. El disimulo puede ser algo muy común hoy día como buen atributo a la falta de sinceridad. Alguien —sin duda, yo mismo— tal vez encuentre muy a sazón los mejores poemas de este libro por todo lo que me dicen, pues el decir suele ser lo noble en la poesía tanto como la manera de decirlo.  Algunas cosas se escriben sin ningún contenido o sustancia, llevando consigo una recua de palabras insensatas que tienen, eso sí, alguna gracia, alguna suerte platónica ordinaria que a ordinarios críticos asombran ordinariamente hasta el hartazgo. Pero gracias a una deidad superior, nos hayamos aquí ante un libro que posee la fuerza necesaria para sostenerse solo en medio de una gran tempestad como una tempestad contrapuesta a las fuerzas contrarias. Pongo, como ejemplo, los poemas siguientes:

 ÁRBOL SECO

Soy un árbol seco:

la savia se consumió en mí.

No siento siquiera al viento,

las aguas son historias no contadas.

Caída estoy antes que mis hojas,

santuario de un cuerpo flagelado.

Absorta en el dolor vegetal:

¿por qué me has abandonado?

  

ENTRE LA NADA Y LA NADA

Esta inusitada hora

en la que el silencio

se apodera de mis ojos,

hora en la que no logro

secuestrar en el tiempo las palabras,

llueve en mí la Nada.

Broto con deseos de desaparecer,

de acabar con todo y acabarme

en el argumento superficial de los filósofos.

En este libro se pasa de un tono erótico jubiloso a un tono de corte existencialista con una facilidad tremenda. Veamos ahora el poema

“búsqueda inversa”:

 Amanecí con ganas de besar a todos los hombres,

de perpetuar boca a boca la belleza del fuego,

de transpirar el universo del Yang,

de impregnar la tierra de un hechizo afrodisíaco,

de amarrar todas las razas a mi espalda.

Desempolvaré con el cabello sus rastros

hasta encontrar mi rostro,

eterna devoción de escudriñarme.

Búsqueda inversa en el lúcido vértigo:

mi lengua resplandece en el deseo.

La búsqueda inversa que nos da este poema es totalmente abarcadora, y se manifiesta como un límite siempre deseoso, pues el cuerpo, que es el eje, quiere experimentar un hallazgo que es como el vértigo en estado lúcido, no erradica nada, pone todo en función de una voluntad aprehensiva de aquello que se brinda en la sucesión de lo otro y del otro. O explicado de otro modo: por no tener completamente lo que desea, pues teniendo la parte no tiene el todo, se rebela, puja por lo otro y por el otro, va hacia los otros con la ansiedad misma de un espíritu libertino y perverso, pero no en el sentido de un íncubo o de un súcubo, ambos espíritus infernales que buscan poseer el alma del otro y de los otros, aquí ni siquiera se desea el cuerpo, sino el goce pleno, la plena libertad de espíritu.

 Lo mágico del contenido lo proporciona la expresión poética amplia o ampliada desde una síntesis del contenido, la metáfora desnuda y consecuente con los caprichos del deseo expresado en imágenes cabales. Queriendo expresar lo uno y lo otro, expresa lo múltiple, traslada lo ordinario al límite de lo humano para hacerlo tangible y poderoso, es decir, que lo simple, atravesado por un detalle de auténtica belleza, se transforma en algo sustancialmente perdurable.


José Alejandro Peña

 Paradoja, Revista de poesía #9 

 West Virginia, Estados Unidos