El Vuelo de la Locura: la palabra trascendida

Rafael Rattia 


 

Se trata de un poemario escrito por la magnífica escritora de origen dominicano Raquel Virginia Cabrera,(Santiago de los Caballeros, 1973) editado en Mayo del presente año 2006, en los Estados Unidos de América por las Ediciones El Salvaje Refinado. El valiente acto de magia pura que realiza el excelente poeta José Alejandro Peña consiste en llevar adelante la inconmensurable odisea editorial denominada de modo paradojal “El salvaje refinado”. El insigne poeta de raigambre hispanoamericana también alienta un proyecto virtual en la Red que ya vuela solo y con total autonomía llamado Paradoja. 

Sin dudas, la gesta literaria es digna del mejor encomio. La inobjetable belleza artística de este libro de Cabrera cuyo solo título ya representa un quijotesco atrevimiento se gana toda nuestra admiración y no puede ser de otra manera; pues sin titubeos apostamos por este libro y recomendamos su insoslayable lectura “con los ojos cerrados”.

El fabuloso itinerario lírico que nos propone este maravilloso “vuelo de la locura” toma al lector que es tocado por la fortuna de leer sus páginas hechizantes y lo descoloca, lo descentra de sus habituales amodorradas costumbres sentimentales. Este es un libro perturbador, dicho de una vez y sin ambages.

La autora de esta sensitiva alucinación poética de los sentidos es dueña de asombrosas cosmovisiones amorosas que adoptan la forma perfecta de un mundo absoluto cuyos rasgos más sobresalientes no tienen nada que envidiarle al universo fachendosamente objetivo o empíricamente registrable por nuestros registros de intelección subjetiva.

La escritura poética que propone este libro comporta una intensa vehemencia y una insobornable pasión por el lenguaje metafórico; hay en las composiciones líricas de Raquel Virginia Cabrera un inocultable anhelo de metamorfosearse en la ansiada pluralidad morfogenésica: el poema se inclina hacia su conversión a la unidad primigenia del ser con las cosas y consigo mismo. Pulsiones libidinales que atienden al llamado insoslayable de la carne efímera. Una descarnada conciencia del ser se evidencia en estos textos de asombro postulados en esta deliciosa navegación por los ignotos mares semánticos de nuestra lengua. No puedo dejar de mencionar la singular imantación que transparentan las palabras plurisignificantes en los poemas consignados en el casi medio centenar de páginas de hermosísima y delirante locura lírica expresada por la escritora.

Una lengua iridiscente que lleva la luz hasta los recónditos intersticios semánticos de la palabra no-nata aun. Una lengua y un lenguaje vertiginoso que no respeta ataduras léxicas con preceptos instituidos. Debo confesarlo, me subsumo en las mieles de encanto que comporta el lenguaje lúcido de vértigo que exhalan los textos de este libro magistral.

La escritura se interroga no sin inquisidora angustia existencial: por los poetas de un antiguo linaje y lanza su pregunta a la ciudad y al orbe como quien indaga por los poetas de una estirpe desaparecida. ¿Qué se hizo la magia demiúrgico de la palabra que hacía surgir el mundo de sus escombros como si, efectivamente, acabara de nacer ante nosotros asombrados por nuestras propias capacidades creadoras?

El poema titulado “Clonar a Girondo” remite al lector a una comunión con la sacralidad de la palabra ideada desde la demiurgia empalabrante. La escritora se inscribe en la dilatada tradición greco-latina y oficia su estro reivindicador de la nobleza del alma santificada por la religión del conocimiento por el lenguaje poético.

Obsérvese:

“El tiempo transfigura el espacio en silencio.

Cantos de lenguas muertas.

Danza en la eternidad etérea,

Estirpe no terrestre,

Psiquis rendida a sus alas quiméricas.” (p.11) 

Para la poeta la poesía no es posible si no como acto supremo de libertad creadora. Su programa poético está signado por una asunción de la utopía lingüística y su inagotable capacidad dicente. La poesía es para nuestra escritora su único atuendo y su única ostentación.

El lenguaje que exhibe la escritura obsequiada en estas páginas es esencialmente un lenguaje despojado de excentricidades expresivas; por más que nos esforzamos en detectar en sus versos concienzudamente escritos giros expresivos barrocos no hay en dicha propuesta lírica ostentación ditirámbica alguna. Hay una humildad que hiere y lastima en este libro.

Una antigua vehemencia que no oculta su filiación poética con el más sincero erotismo se deja aprehender por la sensibilidad del lector que lee atentamente estos bellísimos textos de aérea locura. La mirada abrasiva que se funde en el ardor deseante del otro hasta “violentar” las hormonas del sujeto lírico o del hablante poético.

Asombra, por decir lo menos, la capacidad imaginística de la escritora al describir estados de beatitud sensual que sólo pueden decirse son el singular poder expresivo de la metáfora nacida de una extraordinaria sensibilidad como la de esta escritora. Una metáfora de la corporeidad irredenta se hermana con el grito silencioso del alma hipersensible de la poeta.

Sin el más mínimo ápice de temor al innombrable poder evocatorio de nuestra lengua y consciente del supremo gozo espiritual que confiere la comprensión del mundo por la imagen poética, el portento verbal que reúnen estos textos nos lleva de la mano a los lectores por inéditas galerías de irresistibles melancolías capaces de zarandearnos hasta dejarnos exhaustos de gozo estético. La poesía de Raquel Virginia es sabia por la vivificante savia literaria que irriga las “arterias” de cada línea, cada verso, cada poema de este libro.

Ella se riñe con la sophía de los filósofos porque sabe perfectamente que la más alta expresión del conocimiento de la especie está representada por el poema. Los versos que transcribo a continuación son la síntesis de una especie de apocatástasis dicha de modo insuperable:

 “Soy un árbol seco:

La savia se consumió en mí.

(…)

Absorta en el dolor vegetal:

¿por qué me has abandonado?”.


Rafael Rattia

El Nacional de Venezuela 

3 de octubre, 2006